En los noventa, ver anime en Latinoamérica era casi una hazaña. Los episodios llegaban en VHS, a través de fanzines y pequeños círculos otaku que compartían cintas como si fueran tesoros contraculturales. Ese “contrabando cultural” conectó a miles de jóvenes con Japón en plena “década perdida” y plantó la semilla de una industria que hoy mueve miles de millones.
Tres décadas después, el anime dejó de ser nicho para convertirse en un fenómeno global. En 2023, por primera vez en la historia, los ingresos internacionales superaron los domésticos en Japón, marcando un antes y un después en la expansión del entretenimiento asiático.
En 2024, el mercado mundial del anime superó los 30 mil millones de dólares, con un crecimiento anual cercano al 9 %. Las historias que antes se consumían en la clandestinidad hoy son parte del mainstream digital, presentes en todo: música, videojuegos, mercancía, turismo y plataformas de streaming.
Empresas como Sony han entendido el poder del ecosistema completo: producción, distribución y licencias bajo un mismo techo. Su red de más de 130 millones de usuarios en 200 países convierte cada serie en una oportunidad para merchandising, experiencias inmersivas y colaboraciones globales.
Netflix, por su parte, encontró en el anime una fórmula perfecta para fidelizar suscriptores. Las producciones animadas son más económicas que las de acción real y generan una comunidad leal que no se apaga entre estrenos.
Mientras tanto, los veteranos estudios japoneses transformaron sus franquicias clásicas en máquinas de flujo de caja: combinan TV, cine, licencias, colaboraciones y videojuegos. Así, cada historia se convierte en una marca viva que atraviesa generaciones.
El anime ya no se piensa solo en japonés. Habla un idioma global: el de la nostalgia, la tecnología y la emoción compartida por millones de fans en todo el planeta.

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